
Cuando una película te absorbe al punto de que te olvidas de dónde estás y qué está pasando, para entrar en contacto con quién eres, entonces sabes que vale la pena.
Eso me pasó con "La faute à Fidel" ("La culpa es de Fidel"). Me olvidé de los estudios, de que estoy en el gabacho, del inglés, de mis límites y preocupaciones. Y todo lo que veía era el mundo de la protagonista, Anna, porque casi era yo, México, España, el colegio de monjas, las niñas, el hermano que no se entera de nada. Pero sobre todo la mirada inquisidora, la voluntad férrea, la avidez de explicaciones hasta sus últimas consecuencias, el implacable juicio crítico, y esa enorme necesidad de ser el adulto cuando te das cuenta de que nadie en realidad va a darte una respuesta satisfactoria. Y fueron durante las dos horas del film mis seis, siete, ocho, nueve, diez años, con ese fastidio de lo simplista, del no pasa nada, de la gente que no se da cuenta que uno se da cuenta de todo. Después de los diez, me empecé a sumir en esa angustia de querer ser como los demás sin conseguirlo nunca; perdí la mirada de fuego. Pero esta Anna, la de la película, ¡me recuerda tanto esa otra, llena de preguntas, demandante de coherencia, por demás enojada con el mundo, que no se ajusta a lo que ella quiere!